La madre que me parió

Si quisiera complacer en todo a mi madre, tendría que mudarme a Lima, dejar de escribir, dedicarme a la política, rezar todos los días, ir a misa los domingos con ella y correr maratones. Nada de eso habrá de ocurrir, por cierto. No quiero vivir en Lima, ni ser un político, ni ser un atleta. No puedo ser el hijo que mamá quisiera tener. Una vez más, sentí que la había decepcionado.

-Te pido por favor que no vayas diciendo por todas partes que eres bipolar -me amonestó mi madre-. No eres bipolar. No deberías tomar pastillas. Deja las pastillas. Por eso estás tan gordo. Los médicos que te han hecho creer que eres bipolar son todos ateos.

Yo estoy convencido de que soy bipolar y si dejo de tomar las pastillas para regular ese trastorno, sería desdichado, miserable, y seguramente moriría. Por eso no puedo obedecer a mi madre. Pero cuando me dijo esas cosas, solo atiné a sonreír dócilmente y a decirle, sumiso:

-Tomo nota de tus consejos, mamá.

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Hemos venido a Lima, una ciudad que siempre nos asusta, porque mi esposa Silvia está presentando una novela. Estoy orgulloso de ella. Es su quinta novela y Silvia tiene apenas treinta y tres años. Ha recreado en la ficción uno de sus primeros amores. Su padre leyó la novela y le dijo:

-¿Cuándo vas a cambiar de tema?

Los escritores, y los artistas en general, no eligen sus temas: sus temas, es decir sus obsesiones, los eligen a ellos. Silvia es una escritora valiente y se atreve a escribir de sus heridas, sus traumas, sus obsesiones, de todo aquello que más le duele. No debe cambiar de tema, no puede cambiar de tema. Debe escribir de lo que su corazonada y su intuición le dicten escribir, aun si su padre le pide cambiar de tema, aun si su madre no ha leído la novela y al parecer no tiene apuro en leerla. No lo entiendo. Me entristece. Me recuerda a mi madre, cuando publiqué mis primeras novelas traspasadas de sensibilidad gay, diciéndome:

-No he leído tu libro porque es una basura.

Es decir que Silvia y yo tenemos unas madres que nos quieren tanto que no leen nuestras novelas y preferirían que no fuésemos escritores. Al final del día, un escritor no puede escribir pensando en complacer a su mamá. Un escritor debe expresarse sin pudores ni temores, sin aspirar a contentar a todos, siguiendo su propia voz, dejándose turbar e inspirarse por sus más quemantes obsesiones.

El viaje de Miami a Lima fue una auténtica pesadilla. El vuelo de American, cómo no, salió con tres horas de retraso. Los asientos de ejecutiva no se reclinaban con una mínima comodidad, ni tenían pantallas para ver películas, ni nos entregaron pantallas portátiles para verlas. Nuestra hija estaba tan incómoda en esa postura erguida que desde luego no podía dormir. Mi esposa trataba de disolver su malhumor en vino tinto de dudosa calidad. Yo me aferraba a escribir como un poseso. Llegando a Lima, el taxi que habíamos reservado no nos esperaba. Tuvimos que subirnos a un taxi al paso, con los riesgos consiguientes. Era un auto minúsculo, de fabricación china, caja mecánica. Estábamos apiñados y el chofer no paraba de hablar de política, al tiempo que conducía con una lentitud exasperante. Nos detuvimos en veintiocho semáforos en rojo antes de llegar a nuestro departamento. Llegamos a las cuatro de la mañana. Increíblemente, nuestra hija estaba contenta e ilusionada. Antes de acostarse, se sometió a su minuciosa rutina de hidratación facial, aplicándose lociones purificadoras y cremas rejuvenecedoras. Algo notable, pues tiene apenas once años.

Mi esposa y yo nos hemos propuesto no hablar de política estos días en Lima. La política es un veneno, un número incierto de palabras y emociones cargadas todas de ponzoña. No daré una sola entrevista, no me rebajaré a hablar del fango hediondo que es la política. De nuevo, decepciono a mi madre: ella me pregunta por los temas políticos que la atormentan, pero yo me repliego, me hago el distraído y cambio de tema. Solo me interesa hablar de mi hermana Doris, que perdió la vida en un accidente hace pocos meses, y de la familia en general. No quiero contaminarme con el cianuro o la cicuta menor de la política.

He tenido la suerte de reunirme, en pocos días, con mis hermanos, o con los que están en Lima. He visitado sus casas espléndidas, hemos salido a cenar, me he reído con ellos, me he sentido orgulloso de ellos. Ha sido particularmente estimulante compartir una cena con mi hermano banquero y su esposa artista. Ha sido fantástico compartir el té de la tarde con mi hermano artista, su esposa y sus hijas adorables, educadísimas. Ha sido alentador hablar de los próximos viajes que tienen en el horizonte mis hermanos empresarios, infatigables. Ha sido penoso escuchar el relato de mi querido hermano músico y deportista que no puede ver a sus hijos debido a las mañas, tretas y argucias de la mujer que fue su esposa.

Pero el momento más conmovedor del viaje, y el que más temor me inspiraba, fue invitar a cenar al esposo de mi hermana que falleció y a uno de sus hijos. Quedé maravillado. Como mi hermana que ya no está, su esposo y su hijo poseen unos espíritus despoblados de maldad y egoísmo, están nimbados por una aureola de profunda bondad, son creyentes y van a misa, aman a los animales, en particular a los perros (tienen catorce perros nada menos), y en sus miradas y sus sonrisas uno percibe nítidamente que mi hermana está viva, que vive en ellos, que vivirá siempre en ellos, guiándolos, protegiéndolos, iluminándoles el camino. Me entusiasmó enterarme de que, si los vientos son propicios, los libros de poesía que publicó mi hermana serán reeditados, y un libro sobre el balneario norteño donde ella vivía y perdió la vida será editado como ella hubiese querido. Acaso el momento más feliz de aquella conversación fue cuando recordamos con qué pasión y destreza bailaba mi hermana, cómo dejaba la vida bailando las canciones que más le gustaban, cómo de adolescente a mí me fascinaba bailar con ella.

Mi madre, que es una santa, y que me ve como un hijo fallido, defectuoso, como una bala perdida, como un holgazán que duerme hasta mediodía, como un bobito fofo que escribe libros dictados por el diablo mismísimo, nos ha preguntado si puede ir a la presentación de la novela de Silvia en una librería.

-Mejor no vayas -le he sugerido-. Habrá muchos periodistas. Te harán preguntas sobre política. No te conviene exponerte.

-Entonces iré -ha dicho mi madre-. Yo quiero que me pregunten sobre política. Quiero pronunciarme.

-Mejor no lo hagas mamá -he insistido.

-Tienes miedo de que me robe el show -ha dicho ella, pícara.

Una de las mejores amigas de mi esposa, Sofía G, que es poeta, filósofa, ensayista y lesbiana, y que escribe maravillosamente, y que es una de las criaturas más inteligentes que he conocido, y que vivía en Madrid con su esposa, ha tenido que volver a Lima, porque su padre, a quien yo tenía como una persona culta, de mente abierta, ha dejado de darle dinero, acusándola de ser una degenerada, una pervertida, solo por ejercer con libertad su amor por las mujeres. Humillada, sin dinero, agraviada por la intolerancia de su padre, Sofía G ha regresado a Lima. Quiero encontrarle un editor. Es un crimen que no publiquen sus escritos. La admiro. Y deploro que su padre, incapaz de quererla como lesbiana, tome represalias financieras contra ella. Yo estaría muy orgulloso si Sofía fuese mi hija.

Los pocos días inciertos que me quedan en Lima antes de volver a casa en Miami, un retorno a la libertad y la paz que siempre está impregnado de una dicha tranquila, la felicidad de saber que supimos alejarnos a tiempo de la tribu revoltosa en que nacimos, me dedicaré a comer granadillas, helados de lúcuma y sánguches de vainilla con chocolate Donofrio que compro en la gasolinera. Es decir que mi dieta de un mes ha terminado. Me rindo. He fracasado. Me iré de Lima con las palabras de mi madre, recordándome la verdad desnuda:

-Tienes una barriga descomunal.

Me temo que moriré gordo, pero, con suerte, no en Lima, una ciudad a la que no volveremos pronto, quizás ni siquiera en navidades.

Cuando están en baja, llegan al suicidio:

“Me había quedado solo, sin dinero. No sabía adónde ir, dónde esconderme. Había gastado todos mis ahorros escribiendo, en Washington DC, una novela sobre mi vida: mi padre machista, pistolero y homofóbico que me pegaba y me insultaba, mi madre beata del Opus Dei que vivía rezando y llorando, mis fracasos eróticos en los burdeles, mi soterrada debilidad por los hombres, mi afición a los narcóticos para evadirme de una familia, una religión y una ciudad que me estaban matando. Quería desesperadamente ser un escritor. Por eso había escrito la novela sobre mi vida. Se titulaba “No se lo digas a nadie”.

-Si publicas esa novela, no nos verás más -me había dicho mi esposa, en Washington DC.

Vivíamos juntos en la calle 35 y la N. Teníamos una hija de apenas un año. La novela salió en España en abril de 1994. Mi esposa se graduó de la universidad de Georgetown, maestría en ciencias políticas, a finales de mayo de ese año. De inmediato, viajó a Lima con nuestra hija y se refugió en casa de su madre, mi suegra, que me odiaba con ferocidad.

Yo no podía volver a Lima, o no quería volver a Lima, o no tenía el coraje para volver a Lima. Mi novela fue masivamente pirateada en esa ciudad, aprovechando que ninguna editorial local la publicó. Se vendía en calles y plazas a precio de descuento. Las revistas y periódicos publicaban fragmentos sin permiso y hasta editándolos con truculencia y malevolencia parejas. Las televisiones más vistas difundían reportajes escabrosos diciendo quiénes eran en la vida real los personajes de mi novela: el padre era mi padre, la madre era mi madre, el actor era tal actor famoso, el músico era tal músico famoso, el futbolista era tal futbolista de la selección, el compañero de colegio era tal compañero de mi colegio inglés. Los aludidos sudaban frío, protestaban en vano, enviaban cartas indignadas en defensa de su honor, juraban no haberse acostado conmigo, no haberme sodomizado ni en sueños tan siquiera. Yo veía todo aquello, desde el hotel en Miami Beach, temeroso de salir a la calle, con estupor y temblores, con vergüenza y espanto, con pudor y culpa. De pronto, era el hombre más despreciable del mundo, el sujeto más abyecto y vil, una suerte de sátiro o depravado. No podía defenderme diciendo es solo una novela, un artefacto de ficción, una mentira persuasiva. Nadie me creería. Se parecía demasiado a mi vida. Por eso me escondía, abochornado. Por eso me preguntaba si debía saltar del piso más alto del hotel.

-Eres la vergüenza de la familia -me dijo mi padre, por teléfono-. Por favor no vuelvas nunca a Lima. No queremos verte.

-Tu novela es una basura, hijo -me dijo mi madre, por teléfono, sofocada por el escándalo.

-Tu hija sentirá vergüenza de ser tu hija -me dijo mi suegra.

-Te aconsejé que no publicaras ese “kiss and tell book” y no me hiciste caso -me dijo, por carta, mi tío millonario.

-No podrás vivir en Lima, no podrás volver a la televisión -me dijo, por fax, mi tío comunista.

Todas esas cosas tan tremendas me las habían dicho cuando yo todavía vivía en Washington DC, entre abril y mayo de 1994, antes de esconderme en el hotel de Miami Beach, gastando mis últimos ahorros. Ahora oficialmente no tenía más plata y no quería pedirle plata prestada a nadie. Había invertido todos mis ahorros en vivir como un escritor durante dos años y medio. Mi esposa me había sugerido que trabajase como reportero o corresponsal de televisión en Washington DC, mientras escribía la novela. Yo le decía que, si volvía a trabajar en la televisión, no terminaría nunca la novela, o me saldría una novela pálida, tibia, inacabada. Para escribirla fogosamente, lealmente, debía dedicarme por entero a ella, como un piloto en una misión kamikaze.

-Publicaré mi novela, me quedaré sin un dólar y saltaré del balcón de un hotel -pensaba a menudo-. Será una muerte honrosa, una muerte literaria.

Gracias al padrinazgo literario del poeta catalán Pere Gimferrer, mi novela “No se lo digas a nadie” fue publicada en abril de 1994 por la editorial Seix Barral. Me pagaron un anticipo de mil dólares. Yo había gastado doscientos cincuenta mil dólares en escribirla durante dos años y medio. Con esos mil dólares de adelanto literario, me alcanzaría para pagar una semana en el hotel de Miami Beach, no mucho más. Estaba tan deprimido, tan asqueado de mí mismo, tan confundido y desorientado, tan radicalmente solo y perdido, que no tenía ganas de ver los partidos del mundial de fútbol, ni de bajar a la playa y darme un baño de mar, ni de salir a caminar por la avenida Collins. Me sentía un apestado, un leproso. Me veía como una mancha hedionda que afeaba a la especie humana. Toda la gente que me había querido (mis padres, mis hermanos, mi esposa, mis amigos del colegio y del periódico) ahora deploraba mi existencia, condenaba mi novela y afirmaba que yo era un hombre que carecía de futuro.

-¿Salto o no salto? -volví a preguntarme, en el balcón del hotel.

En ese momento, cuando me disponía a quitarme la vida porque era efectivamente un hombre sin futuro, o así me veía aquella tarde aciaga, tocaron a la puerta de mi habitación. Me acerqué, la abrí y me entregaron un fax. Con una caligrafía barroca de poeta, mi editor Pere Gimferrer, la única persona en todo el mundo que sabía dónde carajos me encontraba escondido, me daba muy buenas noticias: la primera edición de mi novela se había agotado a dos semanas de salir a la venta en abril, y luego habían impreso una segunda edición en mayo que también se había agotado, y enseguida habían ordenado una tercera edición en junio, también agotada. En vista del éxito comercial de la novela, Gimferrer había dispuesto una cuarta edición más voluminosa, de diez mil ejemplares. En una hoja separada, me enviaba copia de la lista de los diez libros más vendidos en España en el mes de junio de 1994, diario ABC, y milagrosamente allí aparecía mi novela.

-No saltaré del balcón -pensé-. Esto es un milagro.

Ya entonces yo no era creyente. Había perdido la fe religiosa cuando descubrí que me gustaban los hombres y las drogas, la vida al borde del abismo. Sin embargo, reconfortado por las noticias del poeta Pere Gimferrer, le escribí rápidamente un fax, pidiéndole dinero, un adelanto de diez mil dólares, bajé a la recepción, entregué el fax para que lo transmitiesen sin dilaciones y caminé hasta la parroquia católica más cercana, en la calle Alton. Allí, una tarde quemante de verano, despoblado el templo, me senté, luego me arrodillé, después lloré y, sin creer del todo en Dios, le pedí que me ayudase a no matarme, a ser fuerte, a encontrar mi camino.

Al día siguiente, la editorial Seix Barral transfirió diez mil dólares a mi menguada cuenta bancaria. Resucité. De pronto, podía vivir un mes más, ver la final del mundial de fútbol, posponer el salto suicida.

Como el escándalo truculento en Lima no cesaba, y como las revistas y los periódicos se cebaban en mí, diciendo que yo era un pervertido y un escritorzuelo sin gracia ni talento, y como las televisiones seguían emitiendo reportajes escabrosos y afiebrados sobre mi vida íntima, y como todos en aquella ciudad esperaban mi versión, no había canal, radio, diario o revista que no me buscara para hacerme una entrevista, pero nadie, ni siquiera mi esposa, sabía dónde me había escondido, y todos recurrían entonces a mi editor catalán, el poeta con sombrero Pere Gimferrer, quien, con una generosidad y una paciencia admirables, me hacía llegar todos esos mensajes. Yo me había jurado no dar una puta entrevista a la prensa peruana, ni volver más a Lima, ni trabajar nunca más en la televisión, porque quería ser un escritor incorruptible, hasta las últimas consecuencias. Pero había dos canales en Lima, el 4 y el 5, que, creciendo como bola de nieve el escándalo, vendiéndose la novela pirateada en los semáforos más congestionados, me ofrecían programas de televisión muy bien pagados para que yo fuese a hablar de mi libro, del escándalo, de los aludidos o retratados, de lo que me viniese en gana. Pero, para mí, volver a Lima, a la televisión, era peor, mucho peor, que saltar por el balcón del hotel en Miami Beach: esto último podía ser un bello suicidio literario, aquello en cambio sería un horrible suicidio moral.

Una tarde de esa canícula salpicada de fútbol en las televisiones, los bares y las calles bulliciosas y embanderadas de Miami, me puse un traje de baño, me armé de valor y bajé a la playa. Un joven brasileño, orgulloso de su cuerpo, se me acercó y me propuso tener sexo en su hotel.

-No, gracias -le dije-. Necesito estar solo.

En el mar quieto de Miami Beach, pensé que, con los diez mil dólares de adelanto que me había girado la editorial, me iría a vivir a Key West y nadie sabría dónde carajos yo vivía, salvo el poeta Pere Gimferrer, mi padre literario, y allí continuaría mi carrera como escritor, viviendo con estricta austeridad de monje anacoreta. Después de todo, si mi hermana mayor era monja de clausura en los Andes peruanos, yo podía ser un monje laico en la isla más al sur de los Estados Unidos, donde era verano todo el año.

A pesar de que las revistas y los periódicos de Lima se ensañaban viciosamente conmigo (debería hacerse el harakiri como Mishima; lo más escabroso del libro es su prosa; la editorial debería llamarse Sex Barral; ha traicionado a su familia y a sus amantes para ser famoso; ha escrito las memorias eróticas de un mosquito; esa novelita rosa parece escrita por un escolar), Pere Gimferrer me mandó por fax la crítica a página entera del diario El País, suplemento Babelia, escrita por Miguel García-Posada, un elogio rendido y entusiasta a “No se lo digas a nadie”, diciendo que era “la primera y espectacular novela de un joven escritor peruano”. De nuevo, resucité.

-No saltes por el balcón -pensé-. Les darás un gustazo a todos tus enemigos: a los machistas homofóbicos, a los beatos del Opus Dei, a los escritores mezquinos y envidiosos. No saltes. No te suicides. Múdate a Key West. Escóndete. Y sigue escribiendo. Porque la mejor venganza es seguir escribiendo.

Al día siguiente, bajé a la playa y me encontré con el joven brasileño, que era encantador. Hablamos largo rato, me atreví a confesarle que era escritor, que era bisexual, que estaba viviendo una vida clandestina por el escándalo de mi novela, y entonces nos besamos.

Esa noche pagué la cuenta del hotel con dinero en efectivo (no tenía tarjetas de crédito, no quería que me rastreasen y ubicasen) y subí a un bus con destino a Key West. Quería escribir una novela de la que solo tenía el título:

-Fue ayer y no me acuerdo.

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